En 1868, en España, un modesto tejero asturiano de nombre Modesto Cubillas dio con la entrada a una cueva mientras trataba de liberar a su perro de caza, que se había quedado atrapado entre las grietas de unas rocas.

Entonces el hallazgo pasó desapercibido (en la zona, de terreno kárstico, hay miles de grutas), pero Cubillas se lo comunicó a Marcelino Sanz de Sautuola, potentado local y aficionado a la paleontología.

Cueva de Altamira

Sanz de Sautuola visitó la cueva años después, en 1875, pero no observó nada destacable. En una segunda visita en 1879 fue acompañado por su hija María, quien mientras su padre exploraba la gruta se adentró en una sala lateral y vio unas espectaculares pinturas en el techo. «¡Mira, papá, bueyes!» exclamó la pequeña, de 8 años. Acababa de descubrir la capilla Sixtina del arte rupestre paleolítico.

Las pinturas de la cueva de Altamira fueron el primer conjunto pictórico de la prehistoria conocido en su época. Bisontes, caballos, ciervos, manos y misteriosos signos pintados o grabados durante milenios se extienden majestuosos por el interior de la gruta.

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De hecho, tras su descubrimiento no faltaron las voces que denunciaron que las pinturas eran falsas, al considerar que sus formas abstractas y sus reproducciones de la vida salvaje eran demasiado sofisticadas para su tiempo (están datadas en el periodo magdaleniense, hace entre 12.000 y 15.000 años). Finalmente, un estudio francés llevado a cabo en 1902 constató su origen paleolítico.

 

Ciudad VLC/elperiodico.com

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