Clasicos Venezolanos (10): Enrique Mujica se aproxima a la excelente novela «Acento de Cabalgadura» (1989), la cual conjuga la oralidad llanera y la memoria. JCDN.
Yo vengo labrando a solas
este anhelo de honda vida.
Guariqueñita, Alberto Arvelo Torrealba.
El discurso narrativo funde la novela y el cuento en la impune vinculación del arte con la vida. Sin apelar a las referencias cruzadas ni al diseño de atrevidos e ingeniosos instructivos de lectura, la novela supone los tramos integrados que sólo conducen a la lúdica contemplación de las voces que aprehenden el entorno en un ejercicio exquisito de la memoria. Nos suena a los cuentos de la llanura y el habla octasílaba que ennoblecen las faenas del campo, amenizan las noches de parranda y construyen el dilatado imaginario campesino.
Nos recuerda la estructura y el tenor corajudos de dos novelas que apreciamos mucho: En virtud de los favores recibidos de Orlando Chirinos y Cacao de Jorge Amado, las cuales acompañan con denuedo y ternura a personajes imprescindibles, la puta del pueblo y su clientela, los trabajadores de las plantaciones de cacao del sur de Bahía.
Si revisamos los títulos de los capítulos, nos encontramos una galería de motivos campestres redondeada en sustantivos escoltados por determinantes, echando fuera de sí las adjetivaciones innecesarias: El conuco, la carreta, el trapiche, los sapos, la madriguera, el gallo o el tío Pedro. El discurso narrativo apunta, entonces, a una paradójica y firme voz que se fragmenta en el diálogo comunitario con las otras voces, las del prójimo y las de la naturaleza: “Esa era la conversación de los sapos que yo escuchaba desde el chinchorro entre el secreteo de la llovizna arriba el cin y las lenguarás de los truenos. Porque si uno se fija, el trueno también habla, como hablan los pájaros, y el borbollón del río y la lengua e la candela en un chamarizal”. El tono conversado tiñe de color la flexible y concreta estructuración del texto narrativo, sin laberintos ni pasadizos falsos que distraigan a los lectores en la mentira de la forma por la forma.
Enrique nos sumerge en la sonoridad y la diafanidad del único inventario léxico que puede apropiarse del llano: guáimaros, joso palmero, fóforo, juraco, cundiamores, trapiche, masaguaro, corozo, por ejemplo. El habla campesina es mucho más fiel al idioma de Garcilaso de la Vega, San Juan de la Cruz y Miguel de Cervantes que ese calé apresurado, biodegradable y deformado por intelectuales y usureros mercachifles –qué les parece el ruido ininteligible de palabras desgraciadas como accesar y aperturar-. Las palabras nos queman en el melao que burbujea el trapiche: Tenemos esas solazadoras miniaturas en prosa y verso que son los refranes y las coplas. “Yo sabía que el viejo Indalecio era más pichirre que colmena en acapro” o “Arrequinta la muralla / afloja los cabresteros / si quieres comer cogollo / goza del yugo primero”.
La metáfora vive en el afán y la respiración por el llano, a fuerza de imágenes primigenias e inmediatas al buen paladar que se enseñorea chispeante y despreocupado del texto: En La Quemadura, la voz narrativa nos describe cómo se hace el batío proveniente de la melcocha, cómo la pelota e candela de la gota e melao le llaga el empeine y, mejor aún, cómo el padre le cura la herida; se fusionan entonces la gastronomía y la farmacología popular para rematar asombrosamente en una metáfora perfecta: “Mire la vaina. Eso le pasa porque usté es una avispa. Lo que quiere es vivir metío en un trapiche”.
El episodio o relato titulado La Miel, nos presenta a los muchachos castrando el matajei para extraer su dulce y apetitoso jugo, imbuída la escena de una sensualidad mágica enclavada en el eros gástrico; el juego metafórico no es artificial ni ideológico a secas, emparenta la infancia con una visión nostálgica del llano y la recreación desalentadora de la institución escolar: “Más de uno castré. Ai era ande me acordaba de la escuela, del chorro e muchachos saliendo de la escuela, como avispas. Entonces pensaba que la escuela era también un matajei, pero sin miel”.
LEE EL EPISODIO «LA MIEL» TOMADO DE LA NOVELA
El Conuco nos revela la pelea entre el hombre y la naturaleza: El Tuerto Elías pierde los primeros rounds con los ventarrones de San Lorenzo, cuando arrasan medio maizal en días; sólo que el hombre, retando al santo y con la vara atravesada como una gran hélice, tumbó el resto del conuco en media hora. La interiorización del paisaje no es plana ni edulcorada, por el contrario, asume un cariz problematizador y dinámico en el ejercicio libre y desenfadado del lenguaje poético.
No nos queda más que una celebración sentida de la novela de Enrique Mujica, parodiando la negación de Pedro a la vista de tres gallos por si a las moscas –tomamos previsiones en caso que dos de ellos queden afónicos-: Se canta al filo de la madrugada la fidelidad de la Poesía al hombre de a pie, de a caballo o de a autobús; parafraseando a Jorge Amado, la Poesía del Decir no apunta a la mera generosidad, su virtud posee un nombre más bonito, conciencia de clase.
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