EL SALÓN ARTURO MICHELENA, UNA LECTURA CRÍTICA (1)

José Carlos De Nóbrega

 

     La diferencia entre un bebé que mama y un primer premio de horticultura, es que el primero es un soplador de carne caliente y el segundo un coliflor de estufa. Marcel Duchamp.

No recicles, inventa. // Haz arte con basura. Y mejor aún: haz del arte basura. Juan Calzadilla.

Interior del Museo de Arte Valencia (antiguo Ateneo)

 

En la ciudad de Valencia, la de Venezuela, la coyuntura que hoy la empalaga de un hedor funerario, está circunscrita a las peripecias que trae consigo el despropósito político, social y estético de la godarria y la burguesía (ambas de medio pelo) que aún nos gobiernan. La urbe que desampara, no es más que una hórrida Instalación sobrecargada y kitsch que erige a la Torre Da Vinci y los Centros Comerciales Sambil y Metrópolis como las Catedrales globalizadas del siglo XXI.

 

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La antipoética urbanística valenciana apuesta por el apetito político y económico de la Cámara de Comercio, Fedecámaras y demás aparatos ideológicos del Estado (Iglesia, Ateneo, Universidad y Medios de comunicación social): la larga amnesia histórica impregna esa zona devastada que es el Centro de la ciudad.

Ni siquiera los cementerios se salvan de la estandarización compulsiva, pues la vil jardinería y la distribución simétrica de aburridas lápidas sumen al paisaje en una puesta en escena de la desesperanza. Las plazas públicas se convierten en espacios claustrofóbicos, acorralados por rejas nefastas y, peor aún, por una hermenéutica que aterroriza a la ciudadanía.

Los delincuentes de oficio y los automovilistas ebrios no son los peores enemigos de la ciudad museable, de la que habla Farly Uzcátegui, esa pinacoteca dispersa con sus Oswaldo Vigas, Carlos Cruz Diez, Eulalio Toledo Tovar, Braulio Salazar, Cornelius Zitman; es una viciosa iniciativa municipal de Naguanagua denominada Ciudad Museo, la cual consiste en esperpentos que penden de los semáforos y muñecas de lata que encandilan a los conductores en la Redoma de Guaparo, muy del gusto de la burguesía local venida a menos.

En resumidas cuentas, este proyecto burocrático constituye una pobrísima variante regional de la comercialización del arte. El ruido va a contracorriente de los imprescindibles silencios que sensibilizan el espíritu, pervirtiendo así toda propuesta artística que se precie de ser válida.

 

En 1984 participó el Grupo de Arte Radical en el Salón Michelena con un performance. De derecha a izquierda Héctor Torres, Argenis Salazar, Jorge Bujanda y Javier Téllez.

 

Paradójicamente, nuestra Valencia de San Simeón el estilita –sí, la del Simón Bolívar encaramado en el monolito que reconviene desde la plaza mayor la indolencia de politicastros, mercaderes y urbanistas- ha albergado desde 1943 una importante y por demás contingente confrontación artística de Venezuela: El Salón Arturo Michelena, territorio en disputa que involucra a los más diversos sectores políticos y culturales de la región y el país.

 

La contingencia de su corpus plástico es muy sugestiva y, por ende, significativa: Esta colección va a la par, no sólo del accidentado devenir artístico de la nación con sus esplendores y fracasos, sino también de su inserción en la construcción del discurso político e ideológico de Venezuela y América Latina.

Respecto a una alternativa estética y social que se oponga a la cultura burguesa, León Trotsky advierte a la comunidad acerca de la peligrosidad de términos tales como “cultura proletaria” y “arte proletario”, los cuales tienen los endebles cimientos de la demagogia estalinista y la más terrible ignorancia: El arte para el proletariado, no puede ser de segunda categoría.

Implica preparación intelectual de alto vuelo, cosmovisión histórica e imaginación creadora enclavadas en el Amor Loco por la humanidad. Los slogans, dictados por el afán glotón y superficial de los diarios y las hablillas en los corredores, son fuegos fatuos distractores y envilecedores de una ciudadanía plena y libertaria.

 

Una exposición de Oswaldo Vigas en la Sala 3 del antiguo Ateneo de Valencia.

 

Por supuesto, no es procedente blandir el resentido menosprecio en contra de “La Comedia Humana” de Balzac, el canibalismo carnal de Sade o “El Juicio Final” de Miguel Ángel. Tampoco ha de pasar agazapada la integración de las artes, insoslayable afluente del fenómeno político-estético: en lo que toca al Salón Michelena, acreedor por igual de iracundas invectivas, sosas apologías y aportes críticos de trascendencia, no se nos antoja irreconciliable la estupenda propuesta paisajística de Carlos Hernández Guerra con la interiorización del paisaje en la poesía de Enriqueta Arvelo Larriva, Reynaldo Pérez Só o Teófilo Tortolero.

 

¿Acaso la instalación “Los Trabajos del Duelo” (1997) de Javier Téllez, más allá de su referente fílmico El Perro Andaluz de Luis Buñuel, no constituye una inclemente crítica en clave paródica de la violencia y la impunidad generadas por el Estado venezolano? Si bien “Espejismo” (1992) de Ana María Mazzei fusiona los géneros de la pintura, la serigrafía y el diseño gráfico, su lectura del Encuentro de Europa y América, quinientos años después, peca de funcionalista y superficial; no escuchamos la legión de múltiples y contradictorias voces que se extravían en el laberinto de los tres minotauros descrito maravillosamente por José Manuel Briceño Guerrero, ni por su Némesis respetuosa encarnada en el verbo punzante de Ludovico Silva.

No se trata de un problema técnico o meramente estético: Detrás del discurso artístico hay una lectura política del momento histórico, sea contundente o balbuceante, lúdica o dramática, revolucionaria o reaccionaria.

El Salón Arturo Michelena no escapa, entonces, a tan curiosa paradoja: ambos extremos dicen cosas en el compromiso solidario con el otro e, incluso, en el egotismo distante del más abstruso de los experimentalismos. No podemos obviar que el desarrollo de esta muestra plástica confirma, incluso, la infiltración de sectores progresistas en un inicio, que luego sufrirían una reconversión conservadora –en lo estético y lo político- cónsona con el discurso de poder propio de las alcabalas burocráticas y partidistas.

Por ejemplo, este es el caso de ciertos militantes de centro izquierda, quienes ejercerían el Comisariato político y cultural del estado Carabobo entre los 80’s y 90’s a través de dos instancias: El Ateneo de Valencia y la Universidad de Carabobo (específicamente el Consejo Superior de la Cultura). Por supuesto, no hemos de excluir los aportes de su gestión en lo que toca a la sobrevivencia y proyección de esta emblemática confrontación artística.

 

Fachada del Museo de Arte Valencia (antes sede del Ateneo) en donde se realizó el Salón Michelena.

 

Este ensayo tan sólo pretende un panorama crítico del Salón Arturo Michelena, por supuesto, en una consideración lo más atenta y plural posible. Ello en el marco de su realización histórica que implica sesenta y cuatro ediciones –las dos últimas bienales y el resto anuales-, amén de un futuro inmediato marcado por la polarización política que afecta la materia cultural.

Recordemos uno de su más recientes y decisivos puntos de inflexión histórica: En el año 2007, los trabajadores del Ateneo de Valencia tomaron su sede, pues la Directiva de aquel entonces –encabezada por el escritor José Napoleón Oropeza- no había honrado los pasivos laborales que a la fecha incluían quincenas retrasadas equivalentes a un año.

Sin embargo, pese a esta crisis laboral y financiera, este grupo de trabajadores siguió organizando exposiciones y eventos culturales diversos, además de custodiar con tesón el patrimonio artístico de la institución. Ello en desigualdad de condiciones y a contracorriente de una campaña mediática mentirosa y reaccionaria que atiborró las páginas de los diarios y los espacios radiales y televisivos.

 

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José Carlos De Nóbrega / Ciudad VLC

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