EL SALÓN ARTURO MICHELENA, UNA LECTURA CRÍTICA (3)

El Salón Arturo Michelena, una lectura crítica (3) es la tercera entrega de la serie sobre este evento artístico de Valencia. JCDN.

José Carlos De Nóbrega

El poeta y ensayista Ludovico Silva.

Ludovico Silva, nuestro más notable pensador marxista, planteaba la confrontación de dos enfoques culturales: el capitalista, mediatizado por la ideología en tanto soporte del status quo que es “el imperio universal de los valores de cambio”, léase la falsa conciencia que también ha intoxicado a tratadistas marxistas; y el humanista o contracultural, pues supone la lucha insomne contra todo aparataje ideológico, y por ende, la explosión del modo de producción capitalista con su superestructura repleta de gendarmería variopinta.

Por lo tanto, nuestro segundo intervalo arbitrario (1960-1979) estaría convulsivamente tatuado por las tensiones y contradicciones propias de tan despiadado y trascendental debate, no exento –por supuesto- de los desvaríos de la propaganda que justifican la fragilidad de los discursos políticos y estéticos del momento.

A tal respecto, es menester destacar por una parte el trabajo figurativo de Jacobo Borges que, además de las propuestas de Régulo Pérez y Luis Guevara Moreno, oscila con dinamismo de fondo y forma entre la poesía del color y la expresión plástica y la transfiguración realista y crítica, por supuesto, más allá de la mera anécdota tradicional.

Nos dice Juan Calzadilla: De este modo podría obtenerse de la pintura una dualidad expresiva: ser ella misma forma y mensaje, contenido y continente. Choroní (1960) es un magnífico ejemplo: no obstante la mixtura de lo abstracto, lo lírico y lo figurativo, constituye una de las mejores muestras del género paisajístico en el Salón Michelena junto al Indio Guerra, Ramón Vásquez Brito (¿De dónde surge?, 1968) y ese curiosísimo óleo sobre cartón de Virgilio Trompiz  titulado Paisaje de 1954 que supera con creces sus dulces muñecas en serie.

Paisaje de Virgilio Trompiz

 

Alirio Rodríguez con España (1962), pone en escena a una muchedumbre desdibujada y fantasmagórica, esta vez en la colmena escindida que es la esquizoide megalópolis arrogante.

Otro punto alto de este intervalo, lo representa Francisco Hung con Materias Flotantes (1965) y Sin título (1970): Se consolida la proposición informalista en la libertad del trazo que trae consigo una lírica no sólo de la línea desbocada en la maravilla de mestizos ideogramas, sino también del color vivaz que destila un cariz expresionista y barroco.

 

Materias flotantes, 1965, Francisco Hung

 

Extramuros del Tiempo (1967) de Alirio Oramas es producto también de la consideración inquisitiva que involucra el abstraccionismo geométrico y la Nueva Figuración; en este especialísimo caso, una extraña luna se superpone al follaje interior, de colores fríos, que sugiere un silencioso éxtasis nocturno del alma (¿anticiparía o acompañaría la desilusión estética e ideológica que se desarrollaba bajo las olas salvajes de la subversión integral del orden?).

A este concierto complejo y ambiguo, se suma Negro-Visión (1969) de Luis Chacón, ejercicio de revisión crítica y formal del Pop-Art y el Cinetismo que  nos sugiere el desarrollismo de la República Petrolera. A nuestro modesto y contingente parecer, esta década es una de las más brillantes del Salón Michelena, pues entraña una encrucijada del cambio plástico local.

 

Los años setenta significarían el fracaso de la guerrilla y, en consecuencia, el afianzamiento de la democracia representativa y clientelar en Venezuela: Persistiría, asumiendo otra metamorfosis, la sensación o metáfora de la Isla que aún nos estigmatiza entre la ilusión de armonía y la más amarga decepción. Si revisamos la poesía de Rafael Cadenas de aquel falaz intermedio, el tránsito va de la derrota al desamparo existencial.

La mitad final del segundo intervalo, más que rescatable, ratifica la coherencia, la pluralidad temática y la calidad discursiva expuestas en la década anterior. Reposo II (1971) del zuliano Filiberto Cuevas, no obstante su filiación con Hung y Bacon, nos parece un óleo fundamental de esta muestra segmentada: No sólo establece un hito que prefigura a la interesantísima generación marabina de los ochenta encabezada por Ender Cepeda, sino también la sintomatología que aqueja el espíritu de su tiempo, esto es la tosca y violenta disección del cuerpo desollado por su propia mano.

 

La dolorosa figura -¿argonauta o astronauta anónimos?- se recuesta inútilmente en una áspera superficie geométrica de colorido mustio, en una desesperanzada atmósfera que la vincula a estos versos autoflagelantes de Teófilo Tortolero: Su sangre está tan viva que cruza mis patios / Sangrando ella misma escarbando su caída / Todas sus gotas lascivas hambrientas / Humedecen el pensamiento de mi lecho.

 

Reposo II de Filiberto Cuevas.

 

En cambio, sin ser un artista de nuestra devoción, José Campos Biscardi en El día que inauguraron el campeonato mundial de fútbol amateur (1974), apela a un discurso plástico figurativo que funde la imaginería surrealista digna de Magritte y Chagall, el cómic y el espíritu naif  propio del bufón de la corte, para recrear la carnavalización de la Venezuela Saudita, manirrota y ridícula. Esta estupenda pieza se equipara a la espontánea y descocada prosa narrativa de Francisco Massiani.

Manuel Quintana Castillo no pasa desapercibido con El Caballo y la Puerta (1978), se trata entonces del bestiario negro presidido por la nobleza mágica de la línea y el color, que a su vez complementa el fondo geométrico que discierne y ata la luz y la oscuridad preñadas de soledad y fragilidad existencial. Quintana nos pinta en la mirada asombrada el relincho que aún nos aturde.

Julio Pacheco Rivas nos extravía en la perspectiva lúdica y laberíntica plasmada en El regreso triunfal de la infanta (1976); mientras que Margot Römer (1977) se canta a sí misma en la voluptuosa cópula del ready made y el autorretrato sanguíneos, que por supuesto excede la referencia plástica culterana y el panfleto feminista. Sensualidad objetual  que  seduce  la  mirada caníbal y excita el tacto que repta las apetitosas curvaturas.

 

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Mención aparte nos merece Cuento Infantil de Humberto Jaimes Sánchez y El lagarto de Sarisariñama de Régulo Pérez, ambos lienzos de 1979: en el primero, Jaimes Sánchez empotra en la muestra, como bien lo dice Juan Calzadilla, “un vitral subterráneo” que trasluce trazos y texturas primigenias, amén de la combinación de colores que da relieve a impresiones de conmovedor lirismo provenientes de nuestras ensoñaciones; en tanto que Pérez contribuye decisivamente al género artístico del bestiario, la verde simbiosis umbría del lagarto y  los matorrales posee una calidad expresiva y formal que reivindica la búsqueda figurativa, ello en virtud de la multiplicidad lúdica de las lecturas que va de lo caricaturesco a lo ecológico.

En lo que respecta a las propuestas que colindan con el cinetismo, el constructivismo y el arte óptico, se destacan Transformable I (1973) de Omar Carreño, Cuatro dobles cubos virtuales sobre cuadros negros (1971) de Rafael Martínez y Esquema Perforado II (1972) de Víctor Valera que simula un inventario seriado de barriles metálicos.

 

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José Carlos De Nóbrega / Ciudad VLC

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