Nazarín (1895) de Benito Pérez Galdós (1843-1920) es una transfiguración ficcional, si nos atenemos al aporte crítico de Teodhor Ziolkowski, de una gran valía estética y política. Este Vía Crucis realista gana nuestra simpatía en virtud de su indudable poesía, la revisita a una picaresca de trasfondo político y popular, además de la fusión del discurso literario y la primorosa tosquedad del habla callejera.

La novela «Nazarín» de Benito Pérez Galdós en su primera edición de 1895

Su protagonista, el padre Nazarín, asume la imitación de Cristo en una radical postura ascética y mística que lo emparenta con San Juan de la Cruz, Santa Teresa y San Francisco de Asís.

Su periplo que va de Madrid a los ámbitos rurales circunvecinos, excede la oposición ciudad/campo para garrapatear un evangelio rabioso que vindica una extraña forma de anarco-teísmo no violento: “¡La propiedad! Para mí no es más que un nombre vano, inventado por el egoísmo. Nada es de nadie. Todo es del primero que lo necesita”. Sólo que la realidad circundante se le impone con sus aparatos ideológicos y represivos del Estado, la intermediación religiosa y la explotación inmisericorde de los más humildes.

El escritor español Benito Pérez Galdós

La pequeña comunidad que el padrecito edifica junto a Ándara, el enano Ujo y Beatriz, zozobra como una nave de los locos a la que se le prohíbe atracar con su nueva Jerusalén. Supone la revisita a las majaderías y las
fiebres justicieras del Quijote: la pequeña Iglesia se desparrama al cabecear compulsiva contra un nuevo muro sombrío, esto es la República liberal, luego socialista, que ahogará el totalitarismo por venir.

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La anécdota que deviene en una apología cristiana y socialista, cobra realce en la simulación del reportaje periodístico o la crónica agridulce, amén de la transición y la confusión de la primera y la tercera persona. La adaptación cinematográfica de Buñuel ambientada en México, fiel a la novela, reivindica la estética de la fealdad y machaca que la caridad cristiana ni siquiera es un sucedáneo ilusorio del amor al prójimo,
por el contrario, constituye un eufemismo grotesco del más ortodoxo individualismo que se traduce en la superioridad moral de la beneficencia burguesa.

Sin embargo, nos conmueve la candidez e ingenuo iluminismo rebelde de sus desdichados apóstoles. Esta Biografía del Escándalo, atiborrada de situaciones extremas y oprobiosas, consiste en una puesta en escena hiperrealista, si se quiere, en un asombroso Teatro peripatético de la Fe [cuya imaginería pobre nos remite a los cuadros de Murillo y Zurbarán].

Afiche de Nazarín, la película dirigida por Luis Buñuel en 1958

La reescritura valiente y crítica de los evangelios, en este caso, nos exhibe los suplicios de Job y el proceso amañado que crucificó a Cristo, encarceló a Nazarín, indultó a Barrabás y apuntaló a los poderes fácticos con abyecta impunidad. No encontramos, pues, un mal calco de la Pasión de Jesucristo ni la engañosa oferta de Paraísos Artificiales de contado o a crédito.

Tampoco se forja arquetipos para justificar lo políticamente correcto, ni se elucubra en la esterilidad simbólica y metafórica. Los peregrinos desmayan en su fragilidad ontológica y religiosa, de modo que el Amor Loco por Dios se diluye en el criadero de padecimientos neuróticos,
histéricos y masoquistas: el fracaso existencial y misionero de Nazarín conducente al desaliento, o el hecho que Beatriz se dio cuenta que había sustituido el amor alienado al maltratador El Pinto por el amor piadoso, carnal y bipolar al cándido cura descalzo.

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José Carlos De Nóbrega / Ciudad VLC

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