El artista venezolano Carlos Cruz Diez decidió, a comienzos de los años sesenta, radicarse en Francia para abrirse paso y tratar de superar una crisis creativa que había tenido la década anterior.

En París, Cruz Diez trabajaba en su apartamento que, de día era taller, de noche dormitorio, y los fines de semana salón de fiestas. Los viernes y sábados acudían los amigos, artistas músicos, como Jesús Soto, a quien le encantaba tocar la guitarra.

Por eso no era de extrañar que algún día, mientras estaban trabajando, encontraran en la gaveta de los tornillos un hueso seco de pollo.

 

Para hacer la vida más holgada y poder sacar adelante a la familia, que en París empezó a crecer, Cruz Diez se acercó a una pequeña galería, (que tenía fama de vender mucho a clientes de prestigio y con dinero), para ver si podía hacer una exposición. La dueña le dijo que sí y se pusieron de acuerdo sobre la cantidad de obras, formatos, catálogos, etc.

El día que Cruz Diez llegó con los cuadros, la dueña de la galería objetó uno y le pidió al artista que lo cambiara por otro. Cruz Diez preguntó qué tenía el cuadro para que a la señora no le gustara. Ella dijo que el cuadro tenía mucho verde. Cruz Diez quedó estupefacto.

 

Antes de que el artista reaccionara, la señora le confesó:
– Es que a los franceses el verde les parece un color poco elegante.
Cruz Diez soltó una carcajada, dijo que respetaba la elegancia de los franceses pero no tenía más cuadros de ese formato, así que el cuadro “verde” se quedaba.
A pocos días de la exposición, Cruz Diez y su familia estaban trabajando en el apartamento-taller cuando sonó el teléfono. Era la dueña de la galería.
– Carlos, ¿no tendrás por ahí otro cuadrito verde?
– No, ¿por qué?. ¿Qué pasó con mi cuadrito verde?, preguntó preocupado Cruz Diez, haciendo énfasis en lo de “verde”.
– Pues, que lo vendimos.

Con la venta del cuadro “verde”, y de otros, Cruz Diez pudo comprar un local para trabajar. Se trataba de una céntrica carnicería de la que Cruz Diez se había hecho cliente. Fue tal la pasión que hasta se le olvidó quitar el aviso. Trasladaron allí las máquinas, las herramientas, los pinceles, los colores, y dejaron el apartamento para lo que debe ser todo apartamento, un lugar para convivir de día, dormitorio de noche, y sala de fiestas los fines de semana.

Un día entraron al taller unas alemanas que estuvieron contemplándolo todo por dos minutos y medio. Luego una de ellas, con tono de disgusto y en un francés difícil de entender, dijo:
– Está prohibido decir fuera lo que no está dentro.

 

Cruz Diez se paralizó. Pensó que las alemanas podrían ser críticas de arte, que habrían leído sus recientes declaraciones, donde hablaba de su obra, y ahora se encontraban con otra cosa. Muchos artistas teorizan pero luego eso no aparece en lo que hacen.

Con frecuencia escritores y poetas se pasan la vida en bares y cafés hablando de una supuesta novela o poemario que estarían escribiendo y que luego no escriben ni publican nunca. Aquellas palabras le quedaron retumbando en la mente.

Él siempre había tratado de ser coherente con lo que decía y hacía pero, sin duda, la frase era muy buena. NO DECIR FUERA NADA QUE NO ESTÉ DENTRO.

 

A partir de ese día sería su Arte Poética. Como ya era la hora del almuerzo y el maestro seguía perplejo sin saber qué hacer, decidieron salir a comer. En la calle se tropezaron de nuevo con las alemanas que seguían furiosas, sobre todo una de ellas, la que, sacudiendo una bolsa con hortalizas, hablaba en alemán y señalaba el local del artista.

 

Ahí fue que Cruz Diez se dio cuenta. Su taller tenía todavía el aviso, que anteriormente anunciaba:

¡Carnes Pescados y Aves!

 

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Gonzalo Fragui / Ciudad VLC