La semana pasada tuve la imperdonable desfachatez de celebrar la fortaleza y convicción de mis compañeros del CLAP y los modos que hemos encontrado y compartido para resistir y superar los bombazos, en forma de sanciones y bloqueo, de esta guerra que los gringos nos han impuesto.

Afirmé, y me reafirmo, que con cada cosita que inventemos para reponer algo que nos hayan quitado, los estamos derrotando y nos estamos fortaleciendo. Estamos venciendo el miedo.

Cuento estas cosas desde mi asombro clasemediero, porque nací del lado de la vida de los que pasamos poco trabajo. Los que creemos que el mayor sacrificio del mundo es “quemarse las pestañas” en una universidad, como también es el mayor de nuestros logros.

La primera vez que me quedé sin gas, me vi frente al abismo. Pasar de las cuatro hornillas de mi cocina a una hornillita eléctrica prestada que empezó a oler a plástico quemado apenas intenté hervir el agua de los espaguetis amargó mi día.

Mi cabeza clase media en shock, en crisis, con un nudo en la garganta irritada por el olor a plástico del cablecito principal de la hornilla que finalmente se fundió, dejando mis espaguetis a la deriva en un agua que no los terminó de cocinar.

Ha sido el gas, el agua, ha sido la luz, cuya versión más terrorífica la vivimos todos el año pasado con el mega apagón.

Ha sido la guerra económica, los bachaqueros, salir llorando del supermercado con la mano de mi niña apretada cuando una avalancha de gente nos pasó por encima porque habían sacado el arroz. Ahora es también la gasolina…

Con la gasolina y el gas, como con todo lo demás, negar el bloqueo es no entender nada. Cuando uno ve a Pompeo, a Abrams, al general Kelly, a Brownfield, a Bolton y sus perros falderos, Borges, Ledezma, Guaidó, Vecchio, Lorenzo Mendoza… prometernos la asfixia, la guerra, prometernos paralizar el país, cuando vemos al Comando Sur bloquear nuestras costas para que no pase ni una gota de nada a Venezuela, ¿en serio creen que el problema es la corrupción?

Cuando el petróleo estaba a $100, cuando la guerra no era ni de lejos el plan desesperado de derribo por asfixia, cuando era fácil ser revolucionario porque el buen vivir era subsidiado por la abundancia de recursos y por la nueva distribución que amorosamente Chávez dispuso.

Cuando la famosa gotita de petróleo, más que gotita fue catarata y dio para vivir a pierna tan suelta que a veces daba cosita tanta opulencia: veinteañeros recién salidos del cascarón, profesionales clase media, gente que se encontró haciendo turismo por Europa dos veces al año, convencida de que aquello no era un momento extraordinario, sino un derecho adquirido, que aquello era LA revolución.

Tecnología de ultimísima generación, comida exótica, cerveza artesanal, whisky de una sola malta, otros de sopotocientos años. Todos fueron sibaritas, todos sommeliers, todos gourmet. Lo digo sin ironía, lo digo porque eso decían sus muros de Facebook intercalando fotografías y frases de Lenin y El Che.

Gente que no imaginó que la realidad siempre es otra: que las revoluciones no son eso, que este “bienestar” se castiga, que la redistribución de la riqueza, ya sea a mano floja o con austeridad, se castiga, que por ese momento de abundancia que nos hizo ser el país más feliz del mundo, Chávez se ganó una sentencia de muerte.

Que todos los países que han osado a hacer lo que intentamos hacer nosotros han sido bloqueados, aplastados, destruidos hasta convertirlos en amasijos del polvo con sangre…

Que la revolución es también, y mucho, recibir y dar coñazos, y que estamos peleando contra un sistema asesino y despiadado. A los compañeros esa parte no les gusta mucho, y es lógico, da mucho miedo y es normal, nadie los condena por eso.

El miedo menor es estar con la bombona vacía y una hornilla eléctrica haciendo cortocircuito, pero eso es indicio de lo que puede venir.

Es ahí cuando lo que dábamos por sentado ya no está tan sentadito, cuando nos tenemos que empezar imaginar -y a enfrentar- la azarosa cotidianidad de país rebelde en pie de lucha. Es entonces cuando el miedo mayor nos arropa.

Es cuando todas las declaraciones grandilocuentes e inspiradas glorificando a la resistencia del pueblo cubano frente al vil bloqueo imperialista, se deshacen en la boca.

Ahora la resistencia gloriosa nos toca a nosotros, y eso es muy arrecho porque sabemos lo que vivió y vive el pueblo cubano y otros pueblos bloqueados. Yo he sentido ese sudorcito frío que paraliza.

Celebré la semana pasada desde mi asombro clasemediero que la vida tiene salidas a los problemas y que hay que buscarlas.

Hoy sigo hablando desde allí porque sé exactamente de lo que hablo, porque soy clase media y porque sé, y cada día lo compruebo, que algunos de nosotros llegaron a creer que la revolución era clasemediatizarnos bajo la consigna nefasta de tener “calidad de vida”, que nada tiene que ver con “el buen vivir” del que habló Chávez.

Entonces, entre los que de esta revolución no conocimos más sacrificio que el ser borrados por familiares y amigos del Facebook, hubo quienes al ver que la revolución no era esa cosa lineal que suponía un ascenso continuo, seguro, una evolución sin frenos ni sobresaltos hacia la anhelada “calidad de vida”; hoy, frente a la bombona de gas vacía, se vuelcan a las redes sociales a militar en el descontento, a explicarle a todos lo que quieran dar likes y retuits, que esto no es lo que Chávez quería.

–¡De bolas que no es lo que quería! Pero es lo que también le hubiera tocado de no haber partido tan pronto–. Pasaron de militar en la alegría, a militar en el odio, el acoso, el chisme, en la proyección de todos sus anhelos frustrados.

Brota la soberbia de toda la vida: se autoproclaman en “la voz de los que no tienen voz”. Tuitea alguien desde un apartamento en Caracas, con gas directo, su furia contra los que ablandamos las caraotas con leña.

Hasta nos llaman ecocidas. Tuitean su miedo en nombre de un pueblo que no tiene miedo, ni asquito, a la hora de buscar soluciones. Tuitean en nombre de Isaura, mi compañera del CLAP que se quedó junto a su esposo sin trabajo en esta pandemia, y con tres niños que sacar adelante.

Tuitean la rabia que Isaura no tiene y lo hacen en su nombre y en nombre de todos los que como ella están recibiendo la peor parte de esta coñaza que nos están dando. Se indignan por Isaura y su cocina de leña, y su siembra de berenjenas y ajíes margariteños. Se indignan y ya hicieron su parte.

Su militancia revolucionaria se llama “crítica” y ahora “empatía”, y se expresa insultando a cualquiera que celebre el espíritu combativo y el nivel de conciencia de millones de Isauras que no se quiebran.

Ella no solo cocina en leña y siembra en su patio, sino que entrega el gas -cuando hay jornadas-, entrega las bolsas del CLAP a sus vecinos, y recoge cada mañana las tazas de los niños de la comunidad para llevarlas a la escuela, donde las irá a buscar más tarde llenas con los almuerzos del PAE.

“Abre los ojos, Carola”, “sal de Caracas y patea la calle”, “asómate en tu ventana y mira al pueblo de a pie, que todo es justificable desde las mieles del poder”, tuitean…

Quisiera verlos frente a Isaura, desarmados por su sonrisa dulce, por su chispa oriental, por su alegría, por su fortaleza, por su convicción de que como sea, a ella, a su familia, a su comunidad, no se los van a llevar por delante.

Que si es con leña, pues será con leña, que si es crudo, pues crudo será, que la sardina no cansa, que la auyama del patio siempre sabe bien.

¡Cónfiro, hay que tuitear por Isaura, para que entienda que eso no es calidad de vida, para que se descontente y no vote, para que empiece a militar en la derrota!

La Kiki que fui a veces me trae taquicardias y muchas angustias y miedos, pero mi antídoto, mi cable a tierra, son mis compañeros del CLAP: gente sencilla, fuerte, convencida, gente trabajadora y leal que pulveriza cualquier vestigio de soberbia citadina, de miedo clasemediero, que me pudiera quedar.

Me acusan de no tener empatía y ciertamente no la tengo. No con los desmoralizadores que hablan en nombre de quienes no se desmoralizan.

No con los que se quejan a distancia imaginando problemas lejanos y proyectando su incapacidad de enfrentarlos.

No con quienes pretenden ser “la voz de los que no tienen voz”, para negarlos, para inventarles una debilidad y un cansancio que no tienen. No para los que niegan la guerra, o para los equidistantes entre el bloqueo y la “ineficiencia”, para ellos ninguna empatía.

Para los que luchan, para los que sí tragan humo de leña, para los que asumen sus dificultades como batallas por vencer y van venciendo, para los que se caen y se levantan mil veces, para los que no solo resuelven por ellos, sino por su comunidad; para ellos mi empatía, todo mi amor, todo el respeto del mundo y este agradecimiento, que no me cabe en el pecho, por dejarme pelear esta pelea, codo a codo, junto a ellos.
¡Nosotros venceremos!