Un cuento para la merienda… Esta tierra mojada hace largo el camino. Las pisadas se espacian en difícil equilibrio. Y en el cielo hay plomo de lluvia para todos los senderos.

El muchacho —coraje y costumbre— marca sus huellas con decisión. En lo alto de la ruta, la choza lo espera con gravidez de hosco cariño y raro calor de hogar. Viene de lejos. Ha sentido la furia quemante del sol, y la lluvia le ha empapado el vestido y la carne. Y, con todo, pocos son los minutos que lo separan de su punto de partida y llegada.

 

 

Con un “aquí está todo” cierra la puerta. Y en la sombra, maltratada por una tenue bujía, esconde su cansancio. No hay palabras. Sólo la mirada de la madre activa una supervisión. Todo está bien; mas, no desaparece el ceño.

Un pesado silencio vaga en la estrecha habitación. Un extraño mundo de sugerencias dice verdades y amarguras al muchacho. ¿Hasta cuándo esta misma vida? Las madrugadas al aire y una tonada que hace espirales en la brisa.  Las tardes con regreso cansado al calor de una choza sin calor. Y estas noches de intenso pensar y desesperar, mientras el sueño se oculta en la tintura de un mal café.

 

Y… qué frescos los caminos que conducen a la ciudad…!

Mañana será lo mismo. La lluvia hará pesados los caminos y los pasos. Y él tendrá que ir con su morral nativo a ofrecer sus esfuerzos al amo.

Cuando ya el sueño se le sube a los ojos, un coro de gallos despierta…

La madrugada y el aire, la tonada y la brisa…

 

 

—Encarnación, ¿por qué no fue tu muchacho?

La pregunta permaneció en el aire, tímida, sin entrar.  Y en la choza, a la sorpresa siguió la tempestad de la cólera.  Las palabras fueron más que palabras.  Los gestos se poblaron de ridiculez.

Luego, surgieron las explicaciones. Y una sola afirmación se prendió en la mente y en los labios: la fuga.

 

muchacho-madre-Rengifo
 

En silenciosa profecía de azules, los cielos anuncian el camino. Con la madrugada en los huesos, diez y seis años van en busca de la vida.  Y en las miradas del muchacho se perfilan sorpresas.  Lo desconocido lo atrae y a lo desconocido va con voluntad y fe.

Atrás, a la vuelta del camino, están su tierruca, su choza, su madre y su amo. Y quedarán hasta que un día vuelva con la palabra de la redención.  No hay tristeza en su rostro demacrado, sólo fiebre de llegar a la ciudad.

 

 

Una atmósfera tensa envuelve las palabras. Los pasos se llenan de prisa y limpian de gente las avenidas. Hay extraños rumores. La palabra “motín” es un misterio para él. El muchacho camina y apresura sus pasos sin saber por qué ni para qué. Camiones cargados de uniformes cruzan con rapidez. Y al brillo de las armas vuelven los recuerdos. Su madre, en vida del campesino que fue su marido, le contó que la guerra había sembrado de cruces los senderos. Y, más tarde, entre lágrimas, le confió el dolor de su viudez. La guerra había trocado en cruz a su marido.

 

un cuento para la merienda

 

Y este muchacho —sin nominación alguna— siente el frío salobre de las lágrimas. Guerra y motín parecen una misma cosa…

Aunque tristes, qué apacibles los caminos que conducen a la choza!

 

Y se quedó en la ciudad. Al paso apresurado de la gente, sentía deseos de guarecerse en cualquier zaguán. Ya había conocido el trágico zumbido de las balas y en sus pupilas claras la sangre había encontrado espejos.

En un barrio pobre estableció su descanso. En las noches, en la escuela vecina, disipó su tosquedad. Estaba haciéndose hombre. Y hablaba de política.

 

DISFRUTA TAMBIÉN: UN CUENTO PARA LA MERIENDA: INSTRUCCIONES PARA AMAR A UNA PERSONA 

 

Algún día, en la oscura choza, su voz de acento nuevo será redención. Y pensaba en la madre. Añoraba la hosquedad de su cariño. Justificaba aquel silencio de extrañas sugerencias. Esperaba volver.

 

Lo supo inevitablemente. Del pueblecito vino uno de aquellos muchachos que —como él— con el filo de la fuga cortaron sus amarras. Sí, había muerto una tarde. Una dolencia extraña, una punzada cualquiera, algo que nadie se explica, la mató. Y la llevaron a la tierra, desnuda de caricias y oraciones.

 

un cuento para la merienda

Se bebió las palabras. Contuvo el llanto, y dijo su dolor sin una lágrima. Pobres los pobres, los que arruinan su risa con el sudor injusto y quiebran los anhelos en la lucha sin descanso!

 

 

Plomo de lluvia en el cielo para todos los senderos. Pasos y huellas cansados. En lo alto, la choza está más sola y obscura. El hombre vuelve a su antigua vida con el dolor de las renunciaciones. En el campo está la redención…!

(Publicado en la edición del domingo 18 de mayo de 1947 del periódico EL DÍA, en su sección Ámbito Cultural, pág. 5)

 

Ciudad VLC / Manuel Feo La Cruz