Imperdibles del Periodismo (5): Pío Gil es un comentario de su libro «Cuatro años de mi cartera» (1911), un panfleto bien escrito contra Cipriano Castro. JCDN.

El escritor y polemista tachirense Pedro María Morantes (Pío Gil)

Pedro María Morantes, Pío Gil, fue un polémico escritor y panfletista tachirense nacido en La Sabana el año 1863 y fallecido en París el año 1918. Entre sus libros, centrados la mayoría en una crítica endurecida al gobierno de Cipriano Castro, tenemos la novela «El Cabito» (1909), «Los felicitadores (1911), «Cuatro años de mi cartera» (1911, materia de esta glosa), la serie «Personalismos y verdades» (Panfletos Amarillo, 1912; Azul, 1912 y Rojo, 1913), Lira Anárquica (1917) y la biografía «El Capitán Tricófero: Cipriano Castro» (edición póstuma de 1955). No es descabellado de nuestra parte considerarlo como uno de nuestros más conspicuos moralistas, al igual que el dionisíaco Andrés Mariño Palacio, el muy apolíneo Arturo Uslar Pietri y el aguafiestas Domingo Alberto Rangel.

Edición del libro realizada por José Agustín Catalá en 1975

 

«Cuatro años de mi cartera», duélale a quien le duela, es un libro muy venezolano tanto en el tratamiento del tema como del lenguaje. Panfleto, eso sí, de un gran virtuosismo escritural y, por qué no, de una notoria vigencia: Los aduladores o, como los definió Pío Gil, los «felicitadores» aún pululan por Venezuela, América Latina y el resto del mundo. Por ejemplo, el grupo de oligarcas valencianos que le lamió las heridas y las suelas a Cipriano Castro en Tocuyito, esto es al caudillo por venir, queda muy mal parado. «La radiografía de la adulación en la Venezuela de Castro», cubre el período de escritura que va de 1905 a 1911 (históricamente desde el inicio de su gobierno hasta la traición de su compadre Juan Vicente Gómez).

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Una peculiar fotografía de Pedro María Morantes, Pío Gil, ataviado con la elegancia de un vampiro rumano

Sin lugar a dudas, la obra panfletaria de Pío Gil constituye la prosa-padre de escritores como Argenis Rodríguez, vástago putativo a quien le tocó fustigar la Venezuela Saudita de Carlos Andrés Pérez I a mediados de los setenta. No sólo se trata de la fijación moralista del autor respecto a su época histórica, sino en especial de la asunción de un lenguaje criollo, mestizo y escatológico. Acompañamos entonces al escritor Carlos Yusti en la vindicación del panfleto bien punzante y mejor escrito. Claro está, Pedro María Morantes no apela a la coprolalia inigualable de Rodríguez.

En el caso de Pío Gil, tenemos que el cronista-ensayista no economiza denuestos ni invectivas contra los politicastros, empresarios indolentes y funcionarios rastacueros que integran el bando de los enemigos de la República. La hipocresía y el despropósito, signos disfuncionales típicos de las Sociedades de Cómplices, son expuestos descarnadamente como en una desolada tienda de abarrotes. Por ejemplo, el Decir de su discurso áspero no necesita de las veladuras del estilo ancladas en el anonimato enculillado: “No hay grandes virtudes ni grandes vicios; hay, sí, grandes robos, pero los ladrones no son grandes; son rateros que saquean las arcas públicas con miserables combinaciones de granujas; pilletes que estafan millones, con vergonzantes operaciones”. La escritura incansable se erige su propia guillotina en la promoción de la impunidad.

Juan Vicente Gómez y Cipriano Castro, los compadres vapuleados por Pío Gil en sus textos

Si revisamos el capítulo titulado «Por los estados Lara, Carabobo y Aragua», el pulso escritural asume el trazo hiperrealista y caricaturesco: La gira del presidente Castro pareciera más bien la comparsa circense que mueve tanto a la carcajada desternillante como a una tristeza azteca de larga data. Pío Gil, como si fuese el Goya de Los Caprichos o Los Desastres de la Guerra, utiliza con maestría la hipérbole a la hora de consolidar con la Palabra ácida su sátira política compulsiva: En Barquisimeto, luego del discurso «pasada de rabo» proferido por un servil sacerdote Álvarez, nos encontramos que «Enternecido por uno de los discursos, el primer orador de Venezuela (se refiere al único, esto es al Cabito), el general Liscano, Presidente del estado Lara, lloró y se limpió el llanto con el pomo de su espada». Más adelante, no queda títere carabobeño sin cabeza, fuere prelado o seglar: “Entre una canonización y un continuismo es seguro que preferirá el continuismo. El Vicario de Valencia (léase presbítero Arocha) le restó al cielo un santo, el santo con que lo había enriquecido el padre Álvarez, para darle a Venezuela un déspota nuevamente usurpador. La idea está lanzada: el periodismo se encargará de propagarla; los consejos municipales en pedirla, y el congreso en sancionarla”. Por supuesto, el Presidente del estado Carabobo, el doctor Niño, se sumó al corifeo apoteósico y adulador de las mal llamadas fuerzas vivas. ¿No recuerdan al doctor Bebé ridiculizado en la novela de José Rafael Pocaterra?

A tal respecto, recordamos un par de episodios más recientes: La actitud rastrera y poco decorosa de Marcel Granier, reseñada por el periodista Rafael del Naranco, cuando le propuso al entonces presidente Lusinchi imprimir un millón de estampitas con su fotografía, garantizándole que se acabarían las velas en el país en agradecimiento a su gestión de gobierno. Y la adoración que el Arzopispo de Valencia, Jorge Urosa Sabino, le tributó al gobernador Salas Rohmer padre con el oro, el incienso y la mirra que le arrebató esa navidad al Niño Jesús en el Cuartel Anzoátegui.

El General valenciano Antonio Paredes

La breve crónica “El gran asesinato”, por otra parte, se refiere a la vil ejecución del General carabobeño Antonio Paredes en 1907 (nos sumamos a la propuesta del poeta Angulo en cuanto a la reivindicación de este personaje histórico). La post-data no escatima la indignación del moralista venezolano: “P.D. Me ha parecido inexplicable la conducta de los deudos del heroico Paredes, tratando de vengar su muerte en el ejecutor dudoso del asesinato, cuando existen los autores indudables de él. Aquel fue el brazo obediente, movido por la voluntad; quien asesina es la voluntad, no es el brazo”. Por supuesto, además de Cipriano Castro, se trata de la Voluntad perniciosa del Poder: El Cabito acompañará a Bruto, sobrino de César, en el círculo infernal (forjado por la literatura) que corresponde a los homicidas por motivos políticos.

El capítulo final del libro es harto curioso, pues el panfletario y su egregia víctima coinciden en el barco “Guadaloupe” a finales del mes de noviembre de 1908: Supone el exilio de Cipriano Castro luego del golpe de estado tributado por su compadre Juan Vicente Gómez. Enterados ambos de esta trastada en plena travesía, Pío Gil persiste en la claridad de juicio político y, por ende, el pesimismo nacionalista dada la nueva circunstancia: “(Gómez) No se independizó de Castro por amor a la patria, sino por interés personal”. Páginas más adelante, nuestro iracundo moralista argumenta lo siguiente: “Como aquellos emperadores de Bizancio, coronados por los alabarderos de palacio, Gómez no fue a la conquista de la dictadura: la dictadura se la llevaron a su casa los cortesanos”. Ojo avizor, no obviemos el papel de las potencias occidentales en este desencuentro de compadres que trituraría a la República: Las concesiones petroleras serían el botín a repartir para apuntalar el régimen gomecista.

No está de más (re)visitar este libro, pues los “felicitadores” y caudillos aventureros son todavía algunas de las marionetas movidas por los poderes fácticos, ello para desgracia de la ciudadanía que los padece. Una pertinente lectura de la Historia nos permitirá ver e identificar con la claridad calcinante del mediodía a los verdaderos enemigos de la República.

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José Carlos De Nóbrega / Ciudad VLC

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