«METÁFORAS» EN EL MUVA

“Metáforas” en el MUVA se trata de un comentario crítico de esta exposición que se lleva a cabo en el Museo de Arte Valencia a partir del 22 de marzo de 2019. JCDN.

Afiche promocional de la exposición

Metáforas es una curiosa muestra de la colección artística del Museo de Arte Valencia, ubicado en la Avenida Bolívar Norte cruce con calle Salom. Se inauguró el día viernes 22 de marzo de 2019, bajo el auspicio de la institución y el Gabinete de Cultura de Carabobo, pese a la coyuntura de los golpes que en materia eléctrica aquejan a los venezolanos.

Si bien se advierte al espectador que no hay un hilo temático ni estético que unifique a la selección, es evidente que el equipo curador le dio una lectura generacional, pues la mayoría de las obras se pasea en aquella que va de los años ochenta al inicio del siglo XXI. ¿Sugiere entonces una panorámica y atmósfera finiseculares del arte venezolano a partir del extinto Salón Michelena?

Ojalá implique una lectura crítica y pertinente de esta confrontación artística que aún posee un peso específico en el devenir de la cultura nacional. Ni apocalípticos en lo político-estético, ni envanecidos en un castillo elitista desvinculado de las comunidades.

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Logo del Muva

En la Sala de los tragaluces, tapiada irresponsablemente con manto asfáltico por gestiones anteriores, tenemos la doble C (1998) de Luis Lovera como remedo irónico de la simbología virtual y embriagante de internet. Un año más tarde y al borde del fin del siglo XX, Enrique Hernández D’Jesús homenajea a Borges embotellando su iconografía para aliñarla con erotismo, fetichismo y bebedizos artesanales.

Samuel Baroni, 1988, nos apabulla con un camaleón antediluviano que se abomba con el colorido crepuscular de la jungla (¿se entrevé una invectiva política al desmadre por venir el 27-F?). Onofre Frías, 1994, con su ofrenda de amor con sisal, trabaja desde el mundo vegetal el tema del doble que concilia la simetría y lo contingente, valga el colorido amarillo y gris que se difumina en un jardín de las delicias.

En el pasillo que lleva a la Sala 1, se desparrama el deslave en barro metalizado de Yordin Herrera, Raúl y José Manuel Da Silva, 2000, como si se tratase de un Apocalipsis costero de la República.

La Sala 1 escupe el jinete de Javier Téllez, para entonces promesa joven del arte nacional, esto es un decapitado jockey con cabalgadura de palo que resbala en una patilla o extraña vasija ceremoniosa y apóloga del azar. Claudio Perna, 1992, apela al soporte pobre de la fotocopia sobre el papel para configurar un retrato estragado que parodia a Bacon y sus hombres desfigurados.

Por supuesto, destaca otra precaria y hermosísima pieza de José Vivenes, 2006, el piano marginalizado de creyones baratos que sin embargo hace lucir a Chopin y claro está a Teresa Carreño. Luego nos espanta la novia muerta y post-moderna de Boris Ramírez Dallas, 1982, que nos anuncia cual pitonisa inoportuna un viernes negro nada venturoso. Los slogans publicitarios que banalizan el discurso amoroso, se ven pulverizados en 1999 por la fotografía empalidecida adrede de Alexander Apóstol. Y qué decir del autorretrato increíble de Blanca Haddad, 1996, a la manera de un águila esperpéntica que se burla de cierta heráldica imperial. Para colmo de las artistas mujeres, Fabiola Sequera, 1986, configura un panal oscurantista dividiéndolo en dos escalas inversas, la una cenital y la otra subterránea. Parecieran dos tablas estadísticas referidas a las vacas gordas y flacas, para luego evidenciar el despropósito de los caporales.

Autorretrato de Blanca Haddad

La Sala 2 juega con los espectadores, bien sea sumiéndolos en la enfermedad del olvido inducido por Alberto Asprino y su Alzheimer, 2003; confrontándolos con sus prejuicios de clase ante La calle de los helados de Javier Villafañe y su naif falsificado y libertario en colores escatológicos; o la impecable paisajística del Chino Hung con Érase Maracaibo n° 1, 1986, en donde el acrílico enciende el Lago con el relampagueo del Catatumbo y la explosión de un mal bote de petróleo contaminante y envilecedor.

Octavio Russo, Tropos de savias, 2002, seis vasos germinados artificialmente en una poética del abandono

El kitsch de Carlos Zerpa vincula lo culterano y lo popular en Una agradable visita, 1987, encrucijada o cruzado entre Fra Angelico y Miguel Ángel que se manipula para tatuar un paisaje marino con resina y mística surf. En cambio, Rodrigo Benavides apuesta por el hiperrealismo social con la inquietante y caricaturesca fotografía Un rincón para el embrutecimiento, 2001, donde la TV, el pantry que lo soporta, las paredes frágiles y descascaradas del rancho, nos ratifican la perpetuación del discurso mediático pervertido e idiotizante en un raro colorido mustio.

Luis Lizardo, 1994, nos sobrepone y restituye por vía de la carnalidad  y el carnaval cromático de la lechosa, la patilla y un mango que engullimos con la mirada y el gusto tropical por demás morboso. Al final, La mirada inmaculada, 2004, de Shuster y Zajac nos devuelve las ojeadas con un afán burlón pero solidario. El manjar caníbal de las miradas propone un juego del escondite, pues de las 24 piezas tenemos 17 en la estación final y 5 regadas en las estancias anteriores. ¿Qué se hicieron entonces las miradas de Adán y Eva? ¿Se extraviaron o padecen de estrabismo en la oscuridad física, psicológica y espiritual que nos quieren imponer los poderes fácticos?

LEE SOBRE POESÍA Y ESPIRITUALIDAD (1)

José Carlos De Nóbrega / Ciudad VLC  

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