Por Aníbal Nazoa: Muere una estrella (1982); seudónimo: Matías Carrasco

La muerte de Ingrid Bergman era una noticia esperada, casi podríamos decir deseada. Todos deseábamos para nuestro propio alivio, ver a la distinguida actriz sueca libre de sufrimientos y ya instalada en la inmortalidad de acuerdo con sus méritos.

Más que una de las grandes damas del cine, la Bergman fue un símbolo de la lucha de la mujer por su verdadera liberación. Sus amores con Roberto Rossellini fueron mucho más allá de la simple chismografía hollywoodense hasta convertirse en tema trascendente y útil para desenmascarar a la sociedad capitalista con toda su hipocresía y su crueldad.

Ingrid Bergman fue perseguida, proscrita, despreciada, pero ni los engranajes del “star system” pudieron triturarla ni las guacamayas californianas lograron apagar su encanto en el ánimo de sus millones de admiradores.

 

Tal vez no fue una verdadera actriz, pero sí una verdadera gran mujer que supo batallar con coraje contra los prejuicios medievales y la imbecilidad institucionalizada.

Como actriz, Ingrid Bergman deja hondos recuerdos para todos, pero cada quien tiene “su” Ingrid Bergman y para cada quien la “suya” es la verdadera. Para unos la atormentada esposa del sádico de “La luz que agoniza”; para otros, la abnegada y constante mujer-madre-científica de “Madame Curie” o la apasionada guerrillera de “Por quien doblan las campanas” o la mística combatiente de “Juana de Arco”.

Mas para una sensible mayoría, por sobre todo Ingrid Bergman es ‘Casablanca’. Película más bien mediocre a pesar de sus dos Oscars, atiborrada de lugares comunes y de idioteces dignas del pensamiento filosófico de Johnny Weissmuller, casi un melodrama para boy scouts, ‘Casablanca’ llega a las pantallas del mundo en los momentos cruciales de la Segunda Guerra Mundial, en 1943 para ser más exactos.

 

Son momentos en que toda persona decente del mundo quiere contribuir con lo mejor que tenga a la derrota del fascismo. Ella, por supuesto, contribuye con su espléndida belleza y su sensibilidad de actriz y de mujer progresista.

La rodea un reparto excepcional, verdaderamente inolvidable, donde cada actor asume su papel con doble responsabilidad artística y política: Humphrey Bogart, el curtido Rick del café donde el negro Sam todavía babosea ante el piano los vocablos sentimentales de “Según pasan los años” y Sidney Greenstreet, el gordo bonachón y a la vez cínico del “Guacamayo azul”.

Konrad Veidt, el repulsivo oficial nazi que en la “vida real” era un patriota alemán de sangre judía pero con una pinta de oficial nazi que paraba los pelos de punta (tal vez ‘Casablanca’ fue su última película, porque el imponente Herr Veidt murió ese mismo año, sin llegar a ver el triunfo de la democracia en su patria).

Peter Lorre, el falsamente “manso” personaje de los ojos pasados por agua; Claude Rains, el funcionario de Vichy tardíamente pasado al campo democrático, al parecer porque dejó de gustarle el agua de donde mismo y, finalmente, el descolorido esposo de Ingrid, encarnado por el también descolorido actor Paul Henreid.

 

Los que vimos ‘Casablanca’ en estreno éramos niños que veníamos pasando a la adolescencia en plena guerra y todavía jugábamos a los “aliados y nazis” (yo siempre era “nazi”, tenía más sabor).

Mecanismos tan elementales como el de la botella de agua de Vichy dejada caer en el cesto de la basura o alguna frase ingeniosa de Greenstreet apoyada por un lagañazo de su matamoscas, la forma de chupar el cigarro de Rick, nos golpeaban con fuerza.

Muchachos latinoamericanos que éramos, conteníamos la respiración al escuchar (sabio recurso de Michael Curtiz) el bolero “Perfidia” cantado español en una película gringa.

Yo que vi a mi maestra estallar en llanto en plena clase cuando oyó la noticia de la caída de París, naturalmente oí con un nudo en la garganta esa Marsellesa cantada por una cabaretera con acompañamiento de su propia guitarra.

Pero, primero que nada, nos dejaba sencillamente bobos la presencia de aquella hermosísima Ingrid Bergman como encarnación de la lucha contra el fascismo. Más que una estrella de Hollywood, una santa contaminada de atracción carnal.

 

Eran otros tiempos, tiempos claros en que todos estábamos claros en cuanto a la única tarea: derrotar al fascismo.

 

Tiempos de luna de miel entre los dos mundos, cuando hasta un sapo macartista como Robert Taylor se veía obligado a aceptar el papel protagónico en una película “préstamo-y-arriendo” como “Song of Russia” y los rusos traducían los chistes de Bing Crosby.

Tiempos claros, no como los de ahora. El fascismo sigue ahí, pero todos andamos confundidos.

Volviendo al asunto: gracias, Ingrid. ‘Tack, Ingrid, tack sa mycket’. En sueco, para que veas.

 

Por Aníbal Nazoa.

Columna: Aquí hace calor.

Fecha: 4 de septiembre de 1982.

 

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