Barca de Papel (22): Novela de Iniciación IV se refiere a una serie sobre este género en América Latina que finaliza con Laura Antillano. JCDN.

Portada de la compilación poética de Laura Antillano publicada por la editorial el otro, el mismo

La muerte del monstruo come-piedra (1971) de Laura Antillano. En su ensayo “Para fijar un rostro. Notas sobre novelística actual” (1984 y 2003), el escritor José Napoleón Oropeza le dedica un apartado a dos novelas de iniciación venezolanas por demás resaltantes: “Piedra de Mar” de Francisco Massiani y “La muerte del monstruo come-piedra” de una muy joven Laura Antillano. Ambos títulos son buenos vecinos tanto en el tiempo como en la concepción espontánea, oral y festiva del género.

En el caso de la escritora y docente universitaria, priva la transparencia estructural y la inmediatez del habla adolescente que aporta un testimonio fresco, amoroso y nostálgico de su contexto histórico [década del sesenta, recodo rebelde del siglo XX]. El compromiso político que excede el manifiesto ideológico y literario, se sostiene en sus convicciones filosóficas, éticas y estéticas no en balde el equívoco proceso de pacificación guerrillera en la Venezuela de entonces.

La escritora en su estudio

 

El hálito poético adolescente rodea e impregna simultáneamente la cultura literaria, la dramaturgia infantil despojada de populismo sonso, las expresiones artísticas populares y la profecía como denuncia y promoción de la justicia social. La acción política y el oficio escritural van de la mano en el rejuvenecedor ejercicio de la ciudadanía en libertad. El corpus lírico, irreverente y airado de esta primera novela de Laura Antillano, nos demuestra cuánto le ha tocado e influido esa década marcada por una acción insurreccional en lo político, espiritual y estético: “Nos miran deseando asarnos, cocinarnos, convertirnos en picadillo; nosotros somos las llagas, las ovejas negras, los insubordinadores del orden establecido, los tontos, los amorosos, los esperanzados…” (Antillano, 2017, p. 28).

Claro está, sin esterilizarse ni autodestruirse en un nihilismo venenoso. La perspectiva de primera persona, no obstante su inmediatez en la tersura y afectividad de la voz, desarrolla en una demostración afortunada y lúdica del dominio de las técnicas narrativas [el ensamblaje de materiales diversos, la escisión puntual del punto de vista narrativo, la respiración del habla], el proceso de crecimiento y autodescubrimiento de la heroína que convive con sus dudas, contradicciones y fortalezas psicológicas. Ello sin pretender asumir los artificios del discurso novelístico como tal.

Se impone lo dialógico y el afán de concitar una conversación diáfana y cómplice con el Otro, el lector dispuesto a la celebración y la solidaridad en el dolor. Es la poética de una titiritera prodigiosa que dispone un entorno susceptible al cambio: “Oficio: titiritera. Me lo preguntan al sacar la cédula, al participar en el papeleo, al llenar un formulario, y el escribiente levanta la vista del papel y mira. Su seriedad me dedica un gesto de desdén, de duda, de imbecilidad (más seguridad hacia esto último)”, [Antillano, 2017, p. 42].

Hay una vocación por la reafirmación feminista y femenina de la ciudadana y la cultora que, afortunadamente, dista de extremismos inútiles y odios históricos de género movidos por la revancha.

Nuestra protagonista púber establece compartimientos dinámicos y significativos [en el entusiasmo y la intermitencia] con los personajes que la acompañan en su simpático y trascendental viaje de iniciación: Tanto los de su entorno familiar [la Piccola, Gerardo, Pablo, Lucía y sus padres] como los de la pandilla y la camaradería de la calle [El Flaco, Ochoíta, Pepe, El Gato, El Particular, Marina y especialmente César].

Aviso publicitario de esta película de Luis Alberto Lamata de 2018, la cual tiene como coguionista a Laura Antillano

Se vale incluso de breves estampas o perfiles enclavados en los afectos, las reminiscencias del álbum fotográfico o el poema en prosa. He aquí una conmovedora muestra: “César, que colocó en el medio de la habitación el enorme motor de la lavadora y te enseñó a Eliot, y ahora anda por allí, con la filmadora al hombro, inventando bosques que quemar, matando esos amaneceres pálidos” (Antillano, 2017, p. 59).

Maracaibo es la locación, el paisaje físico y enriquecido en la ensoñación, que modula la respiración del habla a lo largo de esta novela asimétrica como la legión que nos invade y ocupa el alma. No nos sorprende que la oralidad explícita y compulsiva de la Primera parte, conduzca a los brillantes ejercicios de prosa poética de la segunda.

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Del lienzo multicolor, abigarrado y surrealista digno de Ángel Peña o Énder Cepeda, la voz descansa en el objeto textual fragmentario y lírico: “El lago, nunca sabes por dónde aparecerá, sorprende; no puedes orientarte, yo lo encuentro en todas partes, no puedes decir nunca exactamente dónde está, parece que no fuera uno el caminante sino él” (Antillano, 2017, p. 65).

El habla polifónica, poética e inmediata al buen oído del lector, aspira y exhala bocanadas de aire cautivador en el dolor sobrenatural de las cordales. La vida nos provee de la munición nutricia para la boca enamorada.

BIBLIOGRAFÍA:

Antillano, Laura (1971). La muerte del monstruo come-piedra. Caracas: Monte Ávila Editores.

Antillano Laura (2017). La muerte del monstruo come-piedra. Valencia, Venezuela: Edición Word de la autora.

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José Carlos De Nóbrega / Ciudad VLC

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