¿Qué releer? (5): Un cuento de Cortázar (1)

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¿Qué releer? (5): Un cuento de Cortázar (1) se refiere a una de sus mejores piezas: Carta a una señorita en París, entre el bestiario y el relato policial. JCDN.

Carta a una señorita en París, 1951, Julio Cortázar.

     Sin duda alguna, este es uno de los cuentos que más celebramos del Cronopio Mayor. Y certificamos que son unos cuantos para amenizar un embotellamiento en la autopista del sur [Casa Tomada, Después del almuerzo, El Perseguidor, Silvia, Final de Juego o Las puertas del cielo]. La cuentística de Julio Cortázar constituye una instancia placentera que se disfruta y agradece desde el intelecto, el corazón y el estómago, ese laboratorio maravilloso en el que se amalgaman las emociones más dispares.

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La larga y contingente epístola que el protagonista pretende dirigir a su amiga Andrée en París, desde su apartamento de la calle Suipacha, Buenos Aires, es un pretexto travieso, impertinente y lúdico para fusionar el relato fantástico con el policial de índole psicológica [creemos que Cortázar leyó a Patricia Highsmith en el inglés original]. El asesinato del bestiario vomitado por el inquilino más el de la ama de llaves, posible testigo de la reedición fantástica de Saturno tragándose esta vez sus conejitos, resulta el cierre abierto donde la serpiente se muerde la cola en elipsis.

El juego supone dos lecturas como mínimo: la primera relativa a la emboscada que lo fantástico tiende a la realidad, mientras que la segunda corresponde a la condición bipolar y sociópata del remitente. Incluso, se puede desprender una lectura del momento político en la hora de su composición: El primer gobierno de Juan Domingo Perón (1946-1952), caudillo militar que trajo consigo la tensión entre dos bandos irreconciliables: el proletariado o los descamisados, y su antípoda integrada por la clase media y la burguesía. Ello hasta el arrebato psicopatológico de unos y otros. La ambigüedad va de la mano con la multilateralidad de lecturas que enriquecen la captación y hermenéutica del mundo siempre convulso. Bien lo escribe el paciente psiquiátrico, el intelectual desprevenido y el amigo fervoroso: “De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose” (Cortázar, 1980, p. 34).

A la luz de la cita anterior, quizá el tema tras la tramoya maravillosa del lenguaje poético sea el exilio endógeno y exógeno [el aislamiento in situ] del atribulado personaje. Su desadaptación al contexto de la realidad histórica, nos permite la revisita a Gregor Samsa y al Quijote. Curiosamente, Cortázar viaja en 1951 a París, ámbito donde apreciará y perpetuará el habla porteña en su obra literaria, amén de afilar su conciencia política y social latinoamericanista. La pretendida lucidez profética que tropieza con la banalización del discurso o el acto de habla patente en la mustia e inducida cotidianidad, se forja un proceso de liberación afiebrado que colinda con la anarquía y la locura. Ya se sabe que la cosa –por lo general- no termina nada bien.

Por tales razones, consideramos que el cuento se levanta como ejercicio notable de prosa poética, eso sí, divorciado del realismo a secas y del vanguardismo prepotente, pésimo plagiario y vacuo. La oralidad psicótica convive con la ternura, tal como nos tiene malacostumbrado Julio Cortázar. La ambigüedad no es una pose intelectual, sino que por el contrario está enclavada en los juegos, las repeticiones de palabras y la sintaxis salvaje y espontánea de la infancia, la tan anhelada Arcadia de todos los tiempos:

“Cuando siento que voy a vomitar un conejito, me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejito de chocolate pero blanco y enteramente un conejito” (p. 35).

Se trata, para nuestros ojos volcados en la alucinación que nos hace cómplices, de un bestiario doble: El gran gato antropomórfico como el de Cheshire, que no vomita bolas de pelos sino conejos blancos como los dibujados por John Tenniel, ilustrador de Alicia en el país de las maravillas. Los conejitos vivirán en el armario de la señorita, como los pensamientos peregrinos, los deseos reprimidos y las visiones delirantes que colisionan con lo establecido.

Nuestro inquilino accidental o conserje provisional a la espera de la dueña del apartamento, va delineando su ruptura con la realidad, no importa que se deba a una fractura psicológica, ideológica o estética. [No se parece en nada a la historia clínica de Juan Pablo Castel, el pintor homicida de “El Túnel”]. Ello en la soledad acompañada de bellas bestezuelas en la terredad que el poeta inoportuno se obsequia a sí mismo [¿delirio psicótico?, ¿visión supra-terrena?, ¿egocentrismo extremo?], cuya territorialidad defiende como el animal de presa que es:

“Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos” (p. 41).

Conversando con nuestro psiquiatra de cabecera, el paciente esquizofrénico posee un discurso muy empobrecido en líneas generales. No obstante que el inquilino incómodo haya arrojado a la calle los cadáveres de once conejitos y de Sara la ama de llaves (quizás envueltos en papel celofán y bolsas negras de basura), no es posible que nuestro vecino  sea otra sombra esquizoide. La carta dirigida a Andrée testimonia la riqueza subyugante de esta escritura sobrenatural.

P.S.: Párrafo final [versión dos, tipo abstract]:

Los once conejitos vomitados por el protagonista, alteran la arquitectónica sutil y femenina del apartamento de la calle Suipacha para consternación del atribulado remitente. Nos pareció un poema en prosa que devino en crónica negra, pues un gato montés regurgitó ovillos peludos y sangrientos de las tiernas bestias y la cachifa indiscreta. No en balde los gritos de conejos en círculo de adoración, Saturno devora a sus hijos para esparcirlos en una calle ciega bonaerense.

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José Carlos De Nóbrega / Ciudad VLC

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