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La tienda de disfraces

 Carmen Maura Peralta

La tienda de disfraces de la calle 9 se encuentra abandonada desde hace un par de años. El dueño dejó la ciudad sin previo aviso, o al menos eso dicen, porque nunca fue visto de nuevo. En el día puedes pasar por sus vitrinas y notar la tienda congelada en el tiempo. Todos sus maniquíes se encuentran intactos, en el mismo sitio donde fueron dejados, aunque se puede percibir el abandono debido al polvo que los cubre y el destiño que ha producido la prolongada exposición al sol en sus telas.

Pero de noche es otro tema. Muchos cuentos corren sobre ese lugar encantado. Algunos dicen haber visto cómo las figuras se mueven, desaparecen de las vitrinas principales o se perciben movimientos y ruidos adentro. Por eso los transeúntes tienen la costumbre de evitar la tienda a esas horas, incluso suelen cruzar la calle para no acercarse.

Retoños literarios La tienda de disfraces

No se sabía de ningún valiente que se hubiera atrevido a entrar en ella luego de que el sol se hubiera ocultado, por eso Manuel sintió tanto miedo cuando iba caminando de noche con sus primos mayores y estos lo retaron.

  • Es sencillo, primito. Tú entras y nos traes uno de esos antifaces que se encuentran en el mostrador de atrás.

  • ¿Pero la puerta no está cerrada? – Preguntó Manuel

  • La trasera nunca se ha cerrado, tiene un truquito, lo sé porque trabajé allí unas vacaciones – Insistió el primo mayor

Manuel no podía demostrar lo asustado que se encontraba así que solo tragó fuerte y asintió, cosa que produjo gritos de aliento y risas entre sus primos, quienes se apresuraron entonces a encaminarlo hacia adentro. Manuel era el menor de todos los chicos, tenía 11, mientras que las edades de los otros iban desde los 14 a los 17, y el primo mayor que los acompañaba en sus aventuras nocturnas tenía 21.

Cuando el pobre muchacho fue metido a empujones dentro y fue cerrada la puerta tras de sí, se encontró sumido en la oscuridad. No fue hasta que sus ojos se adaptaron cuando pudo notar que una escasa luz se filtraba por las rendijas de las ventanas tapadas, lo cual producía contornos y siluetas de espanto.

Manuel temblaba del miedo, pelaba los ojos y se encontraba atento ante cualquier ruido o movimiento. Sus primos le esperaban afuera, ansiosos porque se acobardara y comenzara a gritar para que lo sacaran de donde lo habían encerrado; pero él estaba decidido a demostrarle a los mayores que ya era un niño grande, así que se propuso no entrar en pánico, solo debía caminar derechito, entrar a la parte delantera de la tienda, tomar uno de los antifaces que se encontraban cerca de la caja registradora, volver por donde había llegado y gritar triunfalmente que había logrado su cometido.

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Se decidió entonces a dar los primeros pasos y a cada uno de estos el muchacho se hacía cada vez más consciente de que se encontraba rodeado de figuras inertes. “Son solo muñecos”, se repetía constantemente y se esforzaba por dar pasos cortos pero firmes, para así no tropezar con ninguno. Ya iba a mitad de camino cuando escuchó el sonido de una especie de barrido. Se detuvo en seco y se puso alerta, agudizando los sentidos, pero el ruido ya se había detenido. Le tomó unos segundos volver a armarse de valor y logró dar apenas unos tres pasos más al frente, cuando de repente lo escuchó de nuevo. Esta vez también notó un movimiento.

Sus músculos se tensaron y casi se cae para atrás cuando comenzaron a moverse las faldas del maniquí que tenía frente a sí y vio que algo se asomaba. Al principio pensó que ese algo era pequeño, pero cuando comenzó a distinguir de qué se trataba notó que realmente era enorme, una enorme, peluda y gorda rata que soltó un chillido y salió corriendo pesadamente. Manuel pegó un brinco y se tapó la boca con las manos para contener el grito, pero se tropezó con sus propios pies y cayó sobre los brazos extendidos de una de las figuras.

No fue hasta que miró hacia arriba y notó la horrenda máscara que le observaba cuando dejó escapar el primer grito, el cual fue acompañado casi instantáneamente del segundo, cuando una leve luz se posó sobre aquel distorsionado rostro y la sonrisa del mismo pareció extenderse. Pero ninguno de los anteriores se comparó al tercero, que fue mucho más fuerte y alertó a los primos.

La tienda de disfraces

  • ¿Estás bien, Manuelito? Ya puedes rendirte, no hay problema –Gritaron preocupados desde afuera

Pero Manuel no los escuchó, porque en ese momento no solo estaba preso de miedo sino también preso de aquellos brazos que habían empezado a rodearlo.

Siguió gritando fuertemente mientras sus primos intentaban con todas sus fuerzas abrir la puerta, pero esta no cedía.

Manuel sentía cómo era estrechado cada vez más contra aquellas telas, que lo iban arropando y sumergiendo. De esa forma sus gritos se fueron apagando poco a poco y los intentos de sus primos por abrir la puerta seguían siendo fallidos. Habían decidido incluso derribarla, se estrellaban contra ella entre varios, pero la vieja puerta se mostraba más firme que nunca.

No fue hasta que los primeros rayos de sol se vieron al horizonte cuando la puerta finalmente cedió y los muchachos entraron apresurados al encuentro de su primo pequeño. Pero por más que buscaron no pudieron encontrarlo, solo habían figuras con sus disfraces y una que otra artimaña escondida.

Decidieron ir a buscar entonces al resto de la familia y posteriormente a la policía, pero nunca dieron con el paradero del pobre Manuelito, quien había sido engullido por esa figura de distorsionada sonrisa y brazos extendidos que se encontraba al fondo.


Semblanza de la autora

Carmen Peralta D’angelo es una joven ilustradora de 23 años, valenciana, licenciada en Artes mención diseño gráfico. Empezó a escribir a los 13 y es una ávida lectora.

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